Comentario
El hecho de que los indios hubieran descendido desde 65 a 5 millones en siglo y medio resulta escandaloso y constituye uno de los enigmas insuficientemente esclarecidos de la Historia de América. Los antihispanistas lo han calificado de etnocidio, equiparándolo a otras grandes matanzas de pueblos en la Historia, y ciertamente no les faltaría razón para tal argumentación, si los españoles hubieran realizado intencionalmente semejante exterminio, pero no hay que olvidar que ellos vivían a costa de los indios y que nadie mata la gallina de los huevos de oro. Si alguien estaba interesado en que no decreciera la mano de obra tributaria eran precisamente los españoles, que fueron los primeros sorprendidos por el fenómeno.
La comprobación del número de indios desaparecidos entre 1492 y 1650 es realmente difícil, pues los cálculos sobre la población aborigen de América en el momento del descubrimiento son bastante discutibles. Se han realizado estudiando el decrecimiento del número de tributarios en años posteriores y en determinadas zonas, y extrapolando dichos datos al período para el cual carecemos de toda información. Estas tasas de decrecimiento resultan extremadamente peligrosas, por cuanto no eran iguales en todas las regiones y se refieren además a los tributarios (hombres de 15 a 50 años), siendo necesario establecer la tasa familiar que correspondería a cada uno de ellos: 3, 3,6, 3,8, 4, 4,2, etc. El sistema fiscal español no registraba las mujeres y los niños indígenas, llamados genéricamente la chusma, porque no pagaban tributo. Resulta así que la tasa familiar es un tema de amplia discusión, en el que una variación de un punto supone la desaparición o añadido de millones de naturales y crea, además, nuevos errores por acumulación. Las disparidades sobre el particular llegan a tal punto que los historiadores hispanistas defienden una población indígena de 11 a 13 millones en el momento del descubrimiento, cifra apuntada por Rosemblat (1954), y los indigenistas, sobre todo la escuela de Berkeley, de 90 a 112 millones. Nuevas ponderaciones y rectificaciones permiten hoy suponer que América tendría unos 80 millones de habitantes en 1492, cantidad que podemos aceptar aunque con las debidas reservas. De este total, sus tres cuartas partes, es decir, unos 65 millones, corresponderían al territorio que luego fue Hispanoamérica. Sus grandes hormigueros serían el imperio inca, con casi la mitad, y luego el azteca con unos 20 millones. Siglo y medio más tarde se había reducido a cinco millones, como señalamos, lo que viene a significar que habían desaparecido 60 millones de indios: 400.000 por año. Un hecho que supera lo realizado por los nazis con sus hornos crematorios para los judíos y por los estadounidenses con sus bombas atómicas para los japoneses. Las razones que se han aducido como explicación del problema son las siguientes: la conquista, el impacto psicológico producido por la dominación, la expansión ganadera, el trabajo indígena obligatorio, las epidemias, y el mestizaje. Ninguna de ellas es, por sí sola, suficientemente satisfactoria. La conquista fue la única etapa en la que los españoles mataron intencionalmente a los indios, pero cuesta trabajo pensar que los conquistadores, ocho o diez mil españoles y veinte o treinta mil indios aliados de ellos, llegaran a matar más de un millón de indios, lo que sólo representaría el 1,5% de la población aborigen entonces existente. El impacto psicológico de la dominación pudo producir mayor mortandad, ya que sabemos que algunos pueblos antillanos practicaron el infanticidio, utilizaron plantas anticonceptivas para restringir la natalidad y además dejaron de cultivar la tierra, padeciendo enormes hambrunas, pero este fenómeno no se reprodujo apenas en el continente, y menos aún en las regiones de mayor demografía indígena, que son las más significativas a estos efectos. La expansión ganadera amenazó igualmente la supervivencia del indio agricultor (las estancias ganaderas ocuparon las antiguas tierras de cultivo indígenas), pero no pudo exterminar masivamente la población amerindia, que además se benefició de ella (gallinas, puercos, ovejas). Nos quedamos, así, con las tres causas que conjuntadas pudieron incidir más en producir la gran catástrofe demográfica: las epidemias, el trabajo obligatorio y el mestizaje.
Las epidemias del Viejo Mundo (Europa, Asia y África), introducidas por los primeros pobladores (también vinieron algunas con la ganadería), produjeron enormes mortandades entre los indígenas. Sabemos que la viruela exterminó gran parte de la primitiva población de Santo Domingo, frustrando el intento de los Jerónimos de reducirla a poblados (lo que facilitó más su propagación). La viruela (que portaba un negro de Pánfilo de Narváez), flageló a los aztecas sitiados por Cortés en Tenochtitlan y se extendió luego a Guatemala, Centroamérica y Suramérica. Llegó a Perú antes que los españoles (los incas la llamaban los granos de los dioses) y entre sus víctimas se contó la misma persona del Inca Huayna Cápac (1524), padre de Atahualpa y Huáscar. En 1529 se produjo una epidemia de sarampión que recorrió igualmente América, en 1545 de tifus o "influenza", en 1558 de gripe, en 1563 de viruela, en 1576 de tifus, y en 1588 y 1595 de viruela. La breve periodicidad epidémica impedía la recuperación de las enormes mortandades. Si pensamos en lo que las epidemias representaron en la Edad Media europea, podremos imaginar lo que pudo ser en América. El azote siguió diezmando a los indios hasta mediados del XVII, cuando perdieron eficacia, quizá porque los indios generaron ya sus propios anticuerpos a las extrañas enfermedades, o porque los españoles extremaron las condiciones de lucha contra ellas, ya que también las padecieron.
El trabajo obligatorio originó otra gran matanza de naturales. Entre las culturas formativas precolombinas (que cubrían la mayor parte de lo que luego fue Hispanoamérica) se practicaba una economía de subsistencia de la que se pasó de pronto a una economía de producción de excedentes mediante el repartimiento de los aborígenes. Estos tuvieron que trabajar con calendarios laborales (de lunes a sábado y de sol a sol), muchas veces alejados de su familia. Peor fue el caso de los naturales que verdaderamente estaban acostumbrados a la agricultura intensiva (regiones mesoamericana y centroandina), pues fueron convertidos en improvisados mineros, laborando en lugares áridos y a veces situados a gran altura, donde morían exhaustos. Incluso el sistema de encomienda fue duro para ellos, pues el pago del tributo les exigía duplicar su esfuerzo. El hecho de que huyeran de las encomiendas desde finales del siglo XVI es bastante significativo.
Finalmente tenemos el mestizaje. Españoles y negros se mezclaron con las indias (menos frecuente fue la mezcla con indios), dando origen a mestizos y zambos, grupos étnicos diferenciados de sus ancestros. El problema fue aumentando progresivamente, pues los mestizos volvían a unirse frecuentemente con las indias, mermando la descendencia auténticamente indígena. Los 400.000 mestizos que existían a mediados del siglo XVII eran prueba de ello.
En cuanto a los indios de la época colonial, conviene señalar que no tienen nada que ver con los precolombinos, pese a lo que algunos creen. Los españoles les impusieron un proceso muy rápido de aculturación, obligándolos a tributar, a vivir en poblados y a abrazar, al menos aparentemente, la forma de vida de los católicos. Esto destrozó sus sistemas vitales y sus cuadros de valores y creencias. Hubo también una aculturación natural, ya que los naturales utilizaron instrumentos de hierro y acero, criaron animales domésticos y cultivaron alimentos antes desconocidos. El proceso terminó por hispanizarlos a medias, resultando unos indios diferentes a los de las zonas marginales (no cristianos, bárbaros o salvajes, que de todas estas formas se les llamaba), y diferentes también a los españoles. Muchos emigraron a las ciudades, constituyendo barrios periféricos (cercados) donde vivían miserablemente, representando un peligro cuando se producían hambrunas, como ocurrió en México a fines del siglo XVII. Otros huyeron de sus encomiendas para no pagar el tributo y se asentaron en otros lugares como forasteros, constituyendo una mano de obra barata contratable. Los más, siguieron en las encomiendas pechando para pagar tributos a cambio de la paternal legislación del rey, que les permitía vivir en las tierras donde habían nacido.